Mujer y poder en los orígenes de Bejuma
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Mujer y poder en los orígenes de Bejuma

En El Guardián Informa deseamos contribuir con la historia de los pueblos del Occidente de Carabobo, que se conozca, se masifique y perdure en el tiempo. Esta crónica es producto de la investigacción del profesor y escritor venezolano Alirio Fernández Rodríguez (Bejuma, 1987).

La búsqueda por los orígenes comenzó hace mucho tiempo. Recuerdo con precisión qué despertó lo que, al principio, sería la indagación sobre mi propia historia. ¿Quién soy? ¿De dónde viene todo esto que soy? ¿Este lugar, cómo fue antes? Son las preguntas que se hacía el muchacho que yo era hace más de veinte años, preguntas que quizá todos se han hecho alguna vez. Sin saberlo, ya yo estaba intentando la arqueología de mi temprana vida. Esos pensamientos infantiles insistieron largo tiempo. Años más tarde di con este lugar, todavía es un reducido cuarto en el que solo hay: un viejo escritorio escolar, dos archivadores, las banderas de Venezuela y Bejuma, una vitrina con libros y un par de sillas. Fue en julio de 2019 cuando conocí la Oficina del Cronista Municipal de Bejuma, ese pequeño espacio ubicado en un edificio de 1874, el del Concejo Municipal, frente a la Plaza Bolívar.

Recuerdo haberme encontrado con el Cronista Municipal, un hombre bajito, delgado, tiene el rostro de un don Quijote (pero sin barba), mucha fuerza al hablar y al estrechar la mano y buena disposición para atender; se trata de don Víctor Julio Coronel, un bejumero ejemplar. A través de este hombre generoso, de noventa años de edad, tuve acceso a la historia de Bejuma, de este municipio que domina los Valles Altos de Carabobo y donde nací a finales de los ochenta. Fui por respuestas y, al cabo de cuatro horas de charla, salí cargado de más preguntas, pero satisfecho de haber dado con el lugar y el hombre indicados.

Es cierto que la vida de cada hombre y de cada mujer trata de eso, de la historia del lugar de donde se es. Y como este es mi lugar, su historia me contiene, al tiempo, que contiene todo lo que aquí hay. Cuesta hoy imaginar lo que pudo haber sido Bejuma en sus inicios; pensar este valle más verde que ahora, con menos gente que es lo mismo que decir con menos sueños y sin la certeza de que iba a convertirse en el terruño de miles de almas que un día recibirían el gentilicio de bejumeros. Mientras escribo revivo la experiencia de haber ido encontrando mis orígenes en esta oficina, con la ayuda de ese hombre de memoria prodigiosa y paciencia inigualable. Pero el verdadero descubrimiento estaba por venir, entre más de seiscientas carpetas de archivo me aguardaba un tesoro; empecé a enterarme de cómo Bejuma se originó, de lo especial que es, precisamente, por ser un pueblo fundado gracias a la generosidad de gente visionaria, pero sobre todo, gracias a la presencia determinante de dos mujeres.

La “cacica” del valle en el siglo XVIII

Una mañana, en la oficina con don Víctor Julio, mientras seguía buscando entre papeles algún indicio de mis antepasados más lejanos conseguí una carpeta en la que se relataba el poderío de una mujer que había sido dueña de medio valle de Bejuma, según se desprende de un testamento de 1743. Esto llamó mi atención, no conocía esa historia, sí sabía que el pueblo se había fundado en la primera mitad del siglo XIX, en 1843 específicamente, y que Bejuma antes de ser un poblado o caserío no era más que una sabana del occidente carabobeño.

En el documento que encontré, el cronista montalbanero don Torcuato Manzo Núñez, explica que lo que hoy es Bejuma ya a principios del siglo XVIII estaba “repartido entre españoles peninsulares y españoles americanos”, pero no existía todavía un asentamiento poblacional, para llegar a esto hubo que esperar cien años. Entre esos propietarios, según se refleja en el testamento del 31 de mayo de 1743, estaba una mujer de particular importancia, se trataba de Josefa del Valle, viuda de don Juan Vanloxten. Al parecer el testamento reposa en los registros del municipio Montalbán, lugar donde vivió la mujer, y muestra que esta era una propietaria poderosa, más que dueña de la mitad de las tierras de la sabana de Bejuma.

La mañana transcurre callada aquí en Bejuma, salgo un instante por un café y mientras camino por la plaza Bolívar hacia la panadería que era del portugués volteo como buscando ese valle, aquella sabana verde ahora ocupada por el concreto, el asfalto y el cristal; en el fondo, donde los edificios no estorban la mirada, se ven las montañas verdes y azules, las mismas del Canoabo de Gerbasi. Compro un marrón fuerte, miro la calma con que camina la gente, cómo obstaculizan la acera con una charla de amigos, admiro las altas caobas que no resisten el viento y vuelvo a la oficina del cronista, a pocos metros, buscando con la mirada el lugar bucólico que pisó con fuerza Josefa del Valle hasta 1743. Pero ese lugar ya no está.

Ya de nuevo frente al viejo escritorio escolar, el cerro de papeles me reta en silencio, y la escasa historia de esta mujer me resulta alucinante. Esa era una cacica, una doña Bárbara, pues, -me dice don Víctor Julio que acababa de entrar- tenía cuatrocientas reces, caballos, mulas, joyas, escopetas y hasta unas espadas que parece que heredó de unos antepasados, me termina diciendo el cronista. Yo miro los papeles mientras lo escucho, pero no estoy leyendo nada, estoy imaginando cómo habrá brillado esa mujer, entre joyas y poder, entre tanto verde de la sabana bejumera. Imagino, con la sangre del poeta que no soy, en cómo habrá sido el dominio, a principios del siglo XVIII, de una mujer entre tantos hombres poderosos; sin duda, debió haber sabido ganarse el lugar y el respeto de todos para que hoy, casi a trescientos años de su muerte, se le recuerde todavía.

Ha pasado el tiempo, pocas son las referencias que quedaron de esta mujer, toca recrearla a partir de ese testamento. Dueña de la mitad de una región muy fructífera, por sus buenas condiciones geográficas, convivía con grupos de familias dueños también de la otra mitad de ese valle alto que era solo sabana, donde había alguna casa de hacienda muy distante de otra; ni siquiera se trataba de un caserío. Se imponía el trabajo porque todo era reciente entre esas montañas todavía intactas hoy. Josefa del Valle, al quedar viuda, lejos de disminuirse mantuvo la propiedad productiva hasta su muerte; se dedicaría, sola quizá, los años siguientes a continuar la agricultura y la cría. Probablemente, sea este el rastro más lejano de la tradición agroproductora bejumera y se lo debemos a esta mujer enigmática, a la cacica del valle.

En la “Casa de Soto” nació el pueblo de Bejuma

Continúo mi búsqueda, otra mañana aquí en la Oficina del Cronista Municipal de Bejuma, pero el bombillo falla y la poca luz que entra no ayuda. Aparece el funcionario de Servicios de la Alcaldía trayendo la solución imposible: que don Víctor Julio, un señor de noventa años, llene una rigurosa planilla para solicitar un bombillo, sí, un bombillo. La planilla se queda sobre el escritorio, seguimos trabajando con la luz del día.

Parece que los primeros pobladores del valle de Bejuma iniciaron su travesía desde Montalbán, pueblo vecino fundando a finales del siglo XVII, me responde don Víctor Julio. Antes yo le había preguntado que quiénes fueron los primeros bejumeros, porque lo poco que sabemos de Josefa del Valle nada dice de una época con asentamiento humano sino de una gran extensión de tierra productiva que la Cacica dominaba más que otros en el siglo XVIII.

Se sabe que Bejuma es el pueblo más nuevo de los que se fundaron en el occidente carabobeño, incluso Canoabo o Chirgua aparecieron antes. Bejuma es un pueblo postcolonial, cuya relación de origen es estrechísima con Montalbán, pues de aquí provenían los dueños de las tierras que conformaban la sabana bejumera. Con el tiempo, parece que fue haciéndose necesario la estadía en Bejuma y así, alrededor de 1835, comenzaron a poblar el valle los primeros habitantes estableciendo sus casas hacia el este de la Bejuma de hoy.

Sin embargo, la referencia histórica más antigua en la que aparece el nombre de Bejuma señalando ya la presencia de poblamiento es de 1818 y está documentada en el Archivo General de Indias en Sevilla, España. En este documento, un itinerario de guerra de realistas españoles, está señalado el río Bejuma y el lugar denominado “Casa de Soto”. Así pude verlo en un librito blanco, cuya portada trae una foto al centro de una casona vieja y tres franjas verticales de azul, verde y naranja de la bandera de Bejuma; es un libro del profesor Luigi Frassato titulado Bejuma en el siglo XIX, ensayo histórico; de los mejores estudios hechos acerca de la historia de este pueblo, me dice don Víctor Julio.

De aquí se desprende la teoría de que Bejuma quizá comenzó a poblarse después de 1830, en un importante momento histórico, además, pues en ese año nacía el Estado de Venezuela. Como quiera que sea, la referencia a la “Casa de Soto” me intriga y le pregunto al cronista que si tiene algo de información. Me mira, toma un legajo (grupo grande de carpetas manila, tamaño carta, amarradas con pabilo), busca, saca una carpeta y me la acerca; lee ahí, me dice. Hace un calor insoportable, ya es casi mediodía y no me había dado cuenta de cómo se fue la mañana aquí en la oficina del cronista.

Reviso -disimulando la emoción- la carpeta que en letras grandes y a lápiz dice: María Candelaria Soto Rodríguez. Encuentro entre unas pocas hojas sueltas una en la que se habla del matrimonio de don Miguel Coronel Peñaloza y Candelaria Soto. Estos eran los dueños de la hacienda “Santa María”, que estaba ubicada al sur del pueblo, donde era muy famosa la “Casa de Soto”, lugar donde el matrimonio tuvo catorce hijos. Esa es la casa que se señala en el itinerario de guerra de los realistas españoles en 1818, lugar donde se gesta la idea de la fundación de Bejuma, para lo cual una mujer será determinante: Candelaria Soto.

María Candelaria Soto Rodríguez

Mientras leía en aquellas hojas reflexionaba sobre lo curioso que resulta que otra mujer hubiera sido tan transcendental en el destino del pueblo que hoy es Bejuma. Pensé inevitablemente en la “Cacica del Valle” y en cómo el brillo de sus joyas, de algún modo, dejó alumbrado el camino por el que otra mujer transitaría, cien años después, la idea de convertir sus tierras en un espacio que albergaría la vida de los miles que aquí estamos hoy. Como Josefa del Valle, ahora Candelaria Soto quedaba viuda y con catorce hijos, siete hembras y siete varones.

A partir de aquí se tejerían importantes relaciones de poder gracias a los esposos de las hijas, a los hijos, a los amigos que frecuentaban la “Casa de Soto” y a otros propietarios de tierras del valle de Bejuma. Fue un acto de inigualable generosidad el de esta gente –me dice don Víctor Julio-, decidieron donar casi la totalidad de sus tierras para que el caserío de entonces se convirtiera en parroquia civil; así fue como nació Bejuma. Y no solo eso, Candelaria Soto participó de todo lo que en ese entonces se planeaba de cara a la conformación del pueblo, esta mujer era una referencia obligada y con mucha credibilidad, apunta el cronista.

Sigo revisando papeles, pero ya se me acaba el tiempo pues don Víctor Julio se va a almorzar puntual, entonces encuentro una referencia del historiador don Torcuato Manzo Núñez, en un discurso de un acto civil en Bejuma, al hablar de la “Casa de Soto” y de su dueña, dice: “digámoslo sin ambages: aquel hogar de los Coronel-Soto fue el amoroso nido donde se incubó la floreciente población que tan bella luce hoy sobre el corazón de Venezuela”. No puedo negar lo mucho que me conmueven esas palabras, intentar comprender la generosidad de los donantes de las tierras y lo que se logró con los años, todo eso me resulta sublime.

Así va llegando la hora de despedirme y mientras ordeno las carpetas para devolverlas a su lugar voy pensando en lo afortunados que somos los bejumeros. Me convenzo, sin exageración, de que le debemos el presente y las posibilidades de futuro a estas dos mujeres, a la “Cacica del Valle” y a Candelaria Soto, porque sin esa combinación de mujer y poder los orígenes de Bejuma fueran otra cosa. Fue con ellas, al dar lo propio, lo que dio a otros la oportunidad de soñar, de tener un lugar. ¡Chico, vámonos!, me dice don Víctor, sacándome de la oficina que guarda el tesoro más importante de Bejuma: su memoria histórica.

Autor: Alirio Fernández Rodríguez (1987)

Profesor y escritor venezolano.

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